Salvo contadas excepciones, la advertencia del Fondo Monetario sobre el panorama de reservas pasó casi inadvertida. Como si ya todos dieran por sentado que el respaldo global de Washington disipó cualquier duda respecto de la solidez externa de la Argentina. Como si a nadie se le ocurriera que seguimos sentados, a mediano y largo plazo, sobre el mismo polvorín estructural previo a las elecciones.
La portavoz del organismo, Julie Kozack, afirmó en conferencia de prensa que el país debe aprovechar este momento para diseñar un marco monetario y cambiario “coherente”, condición necesaria para acumular las divisas que requiere. Aun así, remarcó que luce “desafiante” que el gobierno argentino pueda cumplir las metas comprometidas.
Para ella, lograr esos fondos es “indispensable”: sin ellos, la Argentina quedará expuesta a “eventuales shocks” que podrían cerrarle el acceso a los mercados. Traducido al criollo: compren dólares, porque si no pueden terminar otra vez en una crisis como la que los llevó a arrodillarse ante el FMI primero, y ante el Tesoro de los Estados Unidos después.
Aunque no se trató de un documento formal, Toto Caputo —felicitado de inmediato por un Presidente en modo euforia de redes— reaccionó anunciando el regreso al mercado de capitales mediante una nueva emisión de deuda en dólares.
Deuda para pagar más deuda: un clásico. Caputo lo envolvió en la retórica de que “no es deuda nueva”, sino una forma de “pagar deuda vieja”. Una frase elegante para ocultar que ese endeudamiento previo fue contraído por él mismo durante el gobierno de Mauricio Macri.
Luego fue refinanciado bajo la gestión de Martín Guzmán. Y cabe recordar, porque la memoria en estos temas suele evaporarse, que el peronismo nunca debió refinanciar deudas propias. La que heredó Néstor Kirchner se canceló por completo en 2005. Y la que cargaba Perón también había sido liquidada en 1952, hasta que la Fusiladora volvió a abrir el grifo.
Le guste a quien le guste y le pese a quien le pese: el peronismo siempre pagó las deudas de sus adversarios.
En diciembre de 2015, la deuda externa argentina era de 64 mil millones de dólares (14% del PBI). En junio de 2019 había trepado a 168 mil millones (40% del PBI). Estos datos son esenciales, sobre todo ahora que la retentiva social parece durar lo mismo que un posteo viral.
El análisis público empieza y termina en el presente perpetuo, acorde a los tiempos líquidos y a las dictaduras digitales. Así, el resultado irreversible del combo dólar barato + tasas altas + brutal apertura importadora queda fuera de escena en miradas limitadas al “ahora”.
Sin embargo, es justo admitir que los efectismos del Gobierno han logrado construir la sensación de que van “zafando”. Eso no contradice el hecho de que toda encuesta y termómetro callejero muestran una mayoría crítica sobre la gestión, la imagen de Milei y las perspectivas económicas.
No es un Síndrome de Estocolmo nacional (ganaron 40 a 35, no 80 a 20). Es la consecuencia de la absoluta ausencia de una oposición que ofrezca algo probable, verosímil y mejor. Repetirlo cansa, pero no deja de ser cierto.
Mientras tanto, el industricidio sigue su curso. Ejemplo nunca menor: el sector automotor cayó casi un 20% en noviembre respecto de octubre, y 30% interanual. El impacto laboral multiplicador de esta rama es enorme. A eso se suman cierres, despidos y un aluvión de Procesos Preventivos de Crisis: casi 150 en los primeros diez meses, cifra que supera todo 2024 y marca un récord desde 2018–2019.
La utilización de la capacidad instalada industrial está apenas por encima del 61%, prácticamente igual que en pandemia y cuarentena. Pocas fotos representan mejor la recesión que el Indec insiste en negar mediante ingeniería estadística.
Otro retrato perfecto: Mondelez frenó la producción de galletitas y alfajores por el consumo planchado. Oreo, Pepitos, Lincoln, Milka, Shot. Las más populares. Lo mismo ocurre con alimentos, bebidas, artículos de limpieza y cuidado personal. La categoría “desayuno y merienda” es la que peor repunta desde el derrumbe de 2024.
Aun así, sobran libertontos explicando en redes que todo se debe a que “la gente come más sano” y puede hacerse galletas de avena. Lecturas profundas del siglo XXI.
Sin llegar a esos delirios, relevamientos privados y percepciones callejeras coinciden en frases como: “hay que aguantar”, “no queda otra”, “nadie me regala nada”, “lo volví a votar porque qué querés que haga”. Argumentos que desde “el palo” generan enojo y frustración, pero que requieren análisis antes que irritación.
¿Y del otro lado qué hubo estos días? El peronismo perdió la primera minoría en Diputados, a manos de libertarios nutridos por fugas de Fuerza Patria, restos del PRO y diputados provinciales. Nada impide que vuelva a cambiar, como ya ocurrió en 2024 cuando el oficialismo perdió votaciones clave.
Por ahora, lo concreto es que el poder no se discute: se ejerce. Y el Gobierno lo hace.
Mientras tanto, la principal fuerza opositora atraviesa una de las crisis más graves de su historia —si no la peor— y Cristina convocó a una mesa de conducción para evitar la balcanización del movimiento. Un paso celebrado, aunque muchos lo consideren tardío. Es, al menos, una actitud de construcción. Lo que siga dependerá de amplitud de miras, desprendimiento personal y definiciones programáticas claras. No hay lugar para conducciones compartidas.
En paralelo, el Observatorio de la Deuda Social Argentina (UCA) publicó un informe que desmonta la supuesta baja de la pobreza. Explica que el Indec redujo su habitual subregistro en la EPH y que mide ingresos de un modo que forzosamente los hace lucir mejores. La nota de Mara Pedrazzoli en Página/12 lo detalla con precisión.
Lo más relevante del informe es su conclusión: este modelo no está consolidado porque “por ahora, están desarmando lo viejo más que construyendo lo nuevo”.
Una definición clave.
Y un espejo para la oposición: dejar de descansar en lo viejo que ya no funciona. Recuperar lo que sí funcionó es imprescindible, pero agotarse en eso es inútil y, sobre todo, contraproducente.
