Determinante. La elección de noviembre entre Donald Trump y Joe Biden sería determinante para problemas que van desde el cambio climático hasta la inmigración y la pandemia.
Julia Jackson (madre de Jacob Blake, un joven negro de Kenosha, Wisconsin, que recibió siete tiros por la espalda de la policía) no se equivocó al afirmar: «Estados Unidos es grande cuando nuestra conducta es grande». Lamentablemente, hace cuatro años que el presidente Donald Trump viene llevando a Estados Unidos en la dirección opuesta.
Parece que cuando enfrente a los votantes el 3 de noviembre, estará en juego la historia entera del país. Han pasado 160 años desde que Estados Unidos intentó lidiar con el «pecado original» de la esclavitud. En aquel momento el presidente Abraham Lincoln advirtió: «Una casa dividida no puede mantenerse en pie». Pero con Trump, todas las divisiones de Estados Unidos se han acrecentado.
No sorprende que durante su presidencia los ricos se hayan vuelto más ricos, ya que Trump tiende a juzgar el desempeño económico general según los resultados de las bolsas, donde el 10% más rico de los estadounidenses posee el 92% de las acciones. Y mientras las cotizaciones bursátiles no han dejado de subir, lo mismo ocurrió con el subempleo y el desempleo. Unos 30 millones de residentes estadounidenses viven en hogares con insuficiencias alimentarias, y la mayoría de los que integran la mitad inferior de la distribución de ingresos ganan sueldos de subsistencia. En un país que ya estaba atravesado por desigualdades cada vez más profundas, los republicanos de Trump no sólo les bajaron los impuestos a los multimillonarios y a las corporaciones sino que también implementaron políticas que llevarán a que la inmensa mayoría de las personas con ingresos medios deban tributar más.
Como señaló Martin Luther King hace más de medio siglo, en Estados Unidos la injusticia racial es inseparable de la injusticia económica. Yo estuve en la Marcha de Washington, hace 57 años, cuando King pronunció aquel conmovedor discurso del «I Have a Dream» (yo tengo un sueño) y los asistentes cantamos «algún día venceremos». Con la ingenuidad de mis veinte años, no me imaginé que ese algún día quedara tan lejos; que después de un breve período de progreso, la búsqueda de justicia racial y económica se paralizaría.
Pero ya han pasado más de 50 años desde el informe de la Comisión Kerner sobre los disturbios raciales de 1967, y las disparidades entre razas apenas se han reducido. La conclusión principal del informe sigue siendo válida: «nuestra nación va camino de convertirse en dos sociedades, una negra, una blanca, separadas y desiguales». Pero acaso bajo una presidencia de Joe Biden, el país pueda finalmente emprender una senda distinta.
Mientras tanto, la pandemia de COVID-19 seguirá exponiendo y exacerbando desigualdades previas. Lejos de ser un patógeno «igualitario», el coronavirus es más peligroso para quienes ya tienen problemas de salud; y tales personas abundan en un país que todavía no reconoce el acceso a la atención médica como un derecho básico. De hecho, la cantidad de estadounidenses sin seguro médico creció varios millones durante el mandato de Trump, después de una enorme reducción bajo el presidente Barack Obama; e incluso antes de la pandemia, la expectativa media de vida con Trump había caído por debajo del nivel de mediados de la década de 2010.
No se puede tener una economía sana sin una fuerza laboral sana, y no hace falta decir que a un país donde la salud de la gente está empeorando le falta mucho para ser «grande». En enero escribí un artículo en el que señalé el (previsible) mal desempeño de Trump en materia económica, ya antes de la pandemia. En vez de reducir el déficit comercial de Estados Unidos, la errada guerra comercial de Trump lo aumentó más del 12% en sólo tres años. En ese mismo período se crearon menos empleos que en los últimos tres años de la administración Obama. Además, hubo escaso crecimiento, y con señales de ir menguando después del estímulo transitorio de la rebaja impositiva de 2017, que no generó un aumento de la inversión, pero llevó el déficit federal por encima del umbral del billón de dólares.
La imprudente gobernanza de Trump, avalada por los congresistas republicanos, dejó al país mal preparado para responder a la primera crisis que se presentara (que estaba a la vuelta de la esquina). Cuando en 2017 los donantes multimillonarios de los republicanos y sus aliados corporativos pidieron limosna hubo dinero de sobra. Pero ahora que las familias, las pequeñas empresas y los servicios públicos esenciales necesitan ayuda con urgencia, los republicanos dicen que las arcas están vacías.
Si el combate a la pandemia es comparable a una movilización bélica, Estados Unidos ha tenido un comandante que sólo piensa en sí mismo y pone al resto en riesgo con su rechazo de la ciencia y del saber experto. No extraña que sea uno de los países que menos han podido controlar la enfermedad y sus consecuencias económicas. Los estadounidenses están muriendo a un ritmo tres veces mayor a la tasa mensual de la Segunda Guerra Mundial.
Poco después del inicio de esta presidencia, el escritor y periodista Michael Lewis advirtió que la guerra de Trump y sus secuaces contra el «Estado administrativo» dejaría a Estados Unidos inerme cuando llegara una crisis. Ahora el país no consigue hacer frente a una pandemia (que era previsible) y sigue a merced de una crisis climática inminente, una crisis socioeconómica y una crisis de democracia y justicia racial; por no hablar de las divisiones que están apareciendo entre las áreas urbanas y las rurales, entre la costa y el interior, entre jóvenes y viejos.
Trump atacó dos de los ingredientes esenciales de la grandeza nacional: la solidaridad social y la confianza pública. Los países que las tienen han podido controlar la pandemia y sus consecuencias económicas mucho mejor. ¿Cómo puede pretender ser grande un país que va a la zaga del resto del mundo en estos temas?
Lo mejor que puede pasarle ahora a Estados Unidos es una victoria de Biden, cuya mayor fortaleza es su potencial para reunificar a una población dividida. Aunque las fracturas que atraviesan el país han crecido demasiado para sanar de un día para el otro, hay algo de verdad en aquello de que «el tiempo cura todas las heridas».
Pero la sanación no sucederá sola. Depende de los estadounidenses abrazar un proyecto de renovación nacional. Felizmente, hay muchos jóvenes dispuestos a estar a la altura del desafío. Estados Unidos sólo podrá volver a ser grande si aprovecha el entusiasmo de esos jóvenes, se mantiene unido y renueva su dedicación a sus viejos principios y aspiraciones.